Vivo desde hace años bajo una pesada losa.
Podría especificar su peso exacto que traducido a mis vanos intentos de
adelgazar se convierte en los kilogramos que debería perder. Sin embargo, habito en un mundo traicionero que nos tienta con sus placeres mundanos y nos aleja
del camino de la medida estilizada. El trauma se agudiza en los veranos
mediterráneos donde es difícil conciliar las terrazas veraniegas, con sus
bravas y sus calamares a la romana, sus chivitos y brascadas, con la obligada
asistencia a la jornada playera que incluye un vuelta y vuelta haciendo gala de
las horrendas carnes que lustran mi antaño majestuosa figura. Si a una dieta
rigurosa en exceso, de fruta y yogur nocturno, le oponemos una comida opípara a base de un interminable bufé alentado por el jolgorio del festivo viernes como inicio de un largo fin de semana, el
resultado es desastroso: una larga y dolorida siesta con la esperanza de lograr
calmar la llenazón tan propia de los asaltos despiadados y sin prisioneros que suelen caracterizar a los bufés libres.
Como si nunca hubiésemos comido y mañana fuese el fin de los platos
precocinados y las largas vitrinas repletas de manjares a cada cual más
grasiento. En definitiva, un tremendo malestar físico pero, sobre todo, moral
por el horrible pecado cometido.
El pasado viernes de dolores (ya he comentado
que debido a la ingestión convulsiva de alimentos de un bufé libre de mediocre
calidad) fui testigo de una escena majestuosa no muy propia de estas tierras
levantinas. En un paseo cansado y apesadumbrado, recapacitando sobre los
recientes excesos cometidos, llegué a un bar esquinero en una solitaria calle
valenciana. Solitaria porque era un bar de esos que en Valencia se prodigan de
vez en cuando. En la ciudad hay zonas de bares, determinados puntos donde se
concentran en mayor cantidad este tipo de locales. Entre estos oasis de placer
y disfrute se extienden territorios yermos donde es difícil encontrar tristes
cafeterías que te pongan un café mínimamente decente. Y ya no comento nada
sobre la posibilidad de encontrar uno de estos bares abierto en domingo. Es una
misión imposible. Pues bien, en uno de estos territorios estériles, la luz de
las tragaperras a todo trapo, la cerámica tan de la tierra finamente decorada
con los más variados temas valencianos, algún que otro cartel alusivo al equipo
local y una clientela entrada en años, signo inequívoco de una larga experiencia
en la buena cocina, me llamó poderosamente la atención.
Quejoso por mi malestar digestivo, decidí entrar.
Era el bar Cesáreo, en la calle San José de Calasanz, nº. 1.
¡Qué gran visión! El señor Cesáreo decidió
regalar mi vista con todo un mostrador repleto de tortillas apiladas de gran
variedad, pero todas ellas de un sano color dorado que resplandecía y cegaba mi
cansada y abotargada vista. No era capaz de contar cuántas tortillas había… y
lo peor es que desde los abismos de la cocina seguían saliendo más y más
tortillas, todas ellas de patatas, perfecta e irregularmente redondas, todavía
humeantes y con el burbujeo grasiento del aceite aún demasiado caliente.
Parecía que el señor Cesáreo se había decidido poner en entredicho mi antigua
afirmación sobre Valencia y su poca prestancia tortillera. Me pareció un cortejo
digno de los mejores y más engalanados
desfiles. Ni Sorolla, pretendiendo ser “el captador de la luz valenciana”,
hubiese podido llevar al lienzo la verdadera y profunda esencia del brillo que
irradiaban aquellas tortillas, todas iguales en su tamaño pero decididamente
distintas, todas en rigurosa procesión por la larga barra en “L” del señor
Cesáreo. Todas se me ofrecían lujuriosas y tentadoras, brindándome el tentador
y sabroso pecado de su seguramente exquisito sabor.
Una pena. Me encontraba tan sumamente bajo de
ánimo culinario que no pude probar ninguna. Ni siquiera la tortilla de patata
con morcilla, atrevida innovación valenciana. A lo mejor estaba delirando fruto
del malestar de la pesada comida del mediodía o por la visión de aquellas
tortillas que se me antojaban inalcanzables en esos momentos. Ni el peor de los
castigos ideados para una estancia infinita sufriendo los tormentos del
infierno. Me estaban castigando por el peor y más recurrente de mis pecados: la gula. Pero , sólo puedo
decir una cosa para finalizar: volveré… y probaré.
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