El Mercado Central valenciano es uno de los puntos referentes para todo el turismo que llega a Valencia. En sus pasillos no es complicado distinguir a los cruceristas y demás foráneos de los vecinos de los barrios cercanos. En primer lugar, por la indumentaria. Pero , sobre todo, por esa costumbre que tan poco agrado levanta entre los comerciantes que disponen de puesto en el mercado: hacer una fotografía de las frutas, de los pescados o de las verduras, pero no comprar. Es tal la afluencia de turismo que muchos valencianos “de pro” demonizan el Mercado Central acusándole de haberse pervertido sólo para servir a los intereses del turismo que todo lo banaliza. Infamia atroz fácilmente desmontable, ya que el Mercado Central ofrece algunos puestos dignos de mención, con unos productos de gran calidad a unos precios realmente competitivos: es el caso, entre otros muchos, de las verduras de “Manolo y Encarna” o las frutas de “Salva y María”.
Además, el Mercado Central tiene ese encanto que puede ejemplificar esa extraña dualidad valenciana, donde se dan cita en el mismo espacio lo más moderno con la tradición más arraigada. Su privilegiada localización ha hecho del Mercado punto de encuentro de mucha de la modernidad que habita los alrededores y reclamo irresistible para extranjeros, “erasmus” y otros jóvenes de piel enrojecida por el sol mediterráneo que han llegado desde el norte para afincarse en la ciudad. Y al lado de todo ese ambiente que despide cierto aroma de “modernidad” entendida de variadas formas, uno puede toparse con el puesto que le ofrece con toda la naturalidad del mundo las anguilas vivas, ideales para el all i pebre. El propio pescadero se puede ofrecer gustosamente a quitarles la vida y trocearlas con la habilidad propia del matarife experimentado.
Fue precisamente en torno al mercado, una mañana de sábado, donde pude darme de bruces con una agradable, inesperada y suculenta sorpresa. En mi habitual café cortado de las dos de la tarde, me senté en la terraza de un pequeño bar, “El trocito del medio”. Nombre adecuado teniendo en cuenta las dimensiones del recinto. Es mi lugar acostumbrado donde finalizar las compras del sábado, ya que si bien el café no ofrece ningún tipo de incentivo especial, el servicio merece la pena. En esta ocasión, me entretenía con el menú de la casa, observando y comparando precios de las raciones ofrecidas. Y allí, escrito y perdido entre bravas a equis euros y esgarraet a equis más uno, encontré casi desapercibido un “pincho de tortilla” a dos ochenta. Decidí probarlo.
Simplemente maravilloso. Es verdad que el aspecto dejaba algo que desear. Su forma y presentación recordaba ligeramente a la “tortilla innombrable”. Excesivamente delgada, sin apenas cuerpo, dejando asomar una delgada capa de patata. Pese a ese aspecto poco alentador, consideré que mejor sería probarla antes que emitir un juicio. Y enseguida comprendí que mi audacia se veía recompensada por un sabroso sabor, una patata en su punto en proporción justa con el huevo batido, suave y delicado, con consistencia suficiente y bien hecha. ¡Además era un pincho enorme! Ocupaba prácticamente la mitad del plato. ¡Cuánto placer en algo tan simple!
La tortilla tenía algo de misterioso que no alcanzaba a comprender. Después de darle muchas vueltas a la cabeza y mirarla por arriba y por abajo, por los lados, después de diseccionarla cuidadosamente, encontré el secreto que me dejó totalmente anonadado: la tortilla… ¡estaba recién hecha! No lo podía creer: en el momento en que la pedí “El trocito del medio” puso en marcha toda su maquinaria para trabajar esa deliciosa tortilla. Me parecía increíble que algo tan ritual y sagrado como hacer una tortilla de patata se pudiese resolver en unos pocos minutos. Sin embargo, "El trocito del medio" lo había hecho. Pero no todas mis dudas encontraron respuesta: no podría afirmar con toda exactitud que la patata estuviese frita de antemano, pero, ¿primero fríen la patata y después la mezclan con el huevo para pasarla por último por la sartén? O más bien, ¿fríen todo junto para ver qué pasa? Son respuestas que todavía no tengo, aunque más bien me decanto por la primera opción. Lo más seguro es que la patata ya esté frita desde por la mañana y sólo la junten con el huevo para dar el toque final.
No sé. Son demasiadas dudas que tengo que aclarar. Sin embargo, lo que sí puedo asegurar es que son estos momentos los que me hacen recobrar la fe en la tortilla valenciana.
Sin palabras quedo al leer este segundo relato. ¡Qué detalle!, ¡qué descripción!, ¡qué percepción de lo comido!. Más aun quiero ir a tierras valencianas a deleitarme con estos manjares. Pero sí tengo que convencerme porque, a vista de foto, parece una "tortilla francesa", UPS!!! una "tortilla *******".
ResponderEliminarDiossssss¡¡¡¡ Sólo leer el nefando nombre de la "innombrable" se me ponen los pelos como escarpias, Ufff¡¡¡ Efectivamente el aspecto nos recuerda más a esa pseudotortilla, pero sin duda que el sabor es superior y merece la pena hacer unas compras en el Mercado Central sólo para poder probar esta tortilla de patatas
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