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Pincho de tortilla solitario en su urna |
No sé cómo referirme a esta tortilla en cuestión: es una tortilla democrática, o hace tiempo que perdió la fe y pasó a convertirse en simple indignada, rabiada y dolida con un mundo que cada vez comprende menos y siente más extraño y ajeno. Por momentos, mientras la probaba se me antojaba tortilla no sólo indignada, más bien profundamente encolerizada. Pero luego, su sabor delicado y amable trataba de afirmar un pequeño hálito de esperanza en el juego democrático y en todas las bondades que conlleva. Es la tortilla de Casa Manolo, afamado lugar del céntrico Madrid conocido por sus parroquianos y por sus cualidades gastronómicas que, sin duda, también tendrá. Allí, con un cortado de verdad, de café oscuro apenas manchado por una gota infame de leche, decidí probar las bondades capitalinas regalándome un pincho tortillero madrileño.
Cualquiera que conozca el devenir de nuestra política en sus últimos meses y que esté medianamente informado de la desastrosa situación económica del país, amenazada por una incalculable prima de riesgo que no hace más que engordar alimentada por malvados especuladores incorpóreos, sabrá lo difícil que es acercarse al Congreso de los Diputados en la muy madrileña y reivindicativa carrera de San Jerónimo. La casa del pueblo, o al menos así debería serlo, se encuentra prácticamente cercada a cal y canto por las fornidas fuerzas de seguridad policiales que han dispuesto una complicada trama de vallas y somieres que impiden el acceso normalizado a la zona en cuestión. La imagen de los dos fieros leones que resguardan el hogar de la “democracia” se antoja triste y solitaria ya que su única compañía es la de un policía que se pasea pensativo por las escaleras de acceso al Congreso. Es, por tanto, evidente que la dificultad para acercarse a todo el perímetro donde se dirimen los asuntos más complejos de esta nueva nación es máxima. Sin embargo, no hago de menos ninguna tortilla de patatas a buena mañana y no temo a los riesgos ni a las vallas ni fronteras. Intrépido, decidí avanzar seguro hacia el Congreso para probar la tortilla de Casa Manolo, lugar de reunión habitual de congresistas y periodistas.
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La tortilla de perfil |
Grave tarea sortear la estrecha vigilancia policial de todas y cada una de las calles que dan acceso al Congreso. Todos los puntos de acceso estaban fuertemente custodiados por unidades de la UIP, los tristemente famosos antidisturbios, dispuestos a tener su pequeño momento de gloria anónima en las pantallas televisivas y demás noticiarios a base de golpear y amonestar indignados, manifestantes varios y demás ciudadanos que se interpongan en su paso. Calculé que había por lo menos tres o cuatro policías en cada posible punto de paso hacia el interior del recinto amurallado. Sin embargo, con la sagacidad que me caracteriza, observé que una calle tenía una vigilancia más bien laxa. Creí ver en esa calle un balcón con la bandera de las Islas Canarias (atónito me pregunto acaso si sería esa la sede diplomática del Gobierno insular) y un efectivo policial solo y desamparado vigilando todo el perímetro correspondiente. Ni siquiera era de la UIP. Astuto y sigiloso como un zorro, saqué mi cámara que me colgué al cuello para así parecer un turista indefenso y perdido buscando acercarme sin levantar sospechas. He venido desde provincia para ver los leones, el Congreso, a ver si veo algún famoso, perdone señor agente no soy de aquí y un largo etcétera de posibles excusas se iban acumulando en mi cerebro a mil por hora debido a lo osado de mi estrategia.
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Corte de la tortilla |
Funcionó. De hecho, creo que el policía ni reparó en mí. Puede que, incluso, le diera igual. Estaba dentro del recinto protegido, dentro del sancta sanctórum de los recortes y las medidas de ajuste. Sólo yo lo había conseguido. Miles de manifestantes, bomberos, funcionarios, indignados y demás protestadotes increpando y viéndose las caras con la temible policía y yo lo había conseguido por la puerta de atrás. Mi siguiente objetivo ya era asunto baladí: Casa Manolo.
Una vez dentro, el local se encontraba prácticamente vacío. Me imaginé que la fuerte presencia policial asustase a la clientela habitual del local. En la barra pude ver mi objetivo, por fin, encerrado en una urna de cristal como queriendo preservar el gran tesoro de sabor y placer que escondía una tortilla gruesa, contundente y potente a salvo de la corrupción del entorno. Pedí con cierto temor mi pincho de tortilla y la ansiedad, el espíritu de aventura, la fe inquebrantable en el juego democrático se trastornó en indignación, en ira mal contenida y en cierta frustración. No merecía la pena haber pasado tanto peligro para semejante tortilla. En primer lugar, presentada como una vulgar tapa. Una tortilla escasa de tamaño sobre una rebanada de pan ¡cómo si se tratase una vulgar tapa de sardinillas con tomate sobre un pan pasado y en exceso grasiento y pringoso! ¡Ninguna tortilla merece semejante fin! Incluso, se habían atrevido a mancillar su inocente cuerpo atravesándola con un palillo. Ni mucho menos en la que creo que es una de las capitales mundiales de la tortilla de patatas, Madrid.
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Tortilla de frente, desafiante |
Siendo un poco abogado del diablo, he de decir que el sabor no respondía a la injuria de la presentación. El camarero, sabedor del buen hacer culinario, ni siquiera se planteó recalentar el pequeño pincho tortillero con lo que, al menos, pude disfrutar de su excelente sabor. Un gran contenido cuyo único fallo fue la presentación. Ironía de la vida, esta tortilla contravenía lo que ya suele ser habitual en nuestro mundo: sin contenido y mucha presentación. Ofrecía todo su espectacular sabor y textura que se escondía detrás de una presentación indigna y vejatoria. ¡Ah!, si al menos el Congreso fuera así y ofreciera en su interior algo digno. Demasiados oropeles y envolturas suntuosas para un interior vacío y hueco.
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