viernes, 9 de mayo de 2014

Mayo, el mes de las flores

La disculpa es una bella costumbre que los tiempos orgullosos de la modernidad pretenden desterrar en el olvido. En la maraña de datos en que se ha convertido nuestra actualidad, en ese embrollo inalámbrico de conexiones que nos envuelve y en el caos contaminante de luces y sonidos que nos apabulla, debo pedir disculpas. Durante días, semanas e, incluso, meses, he abandonado la noble tarea tortillera. No por falta de ejemplares ni ánimo; ni siquiera he sucumbido el clásico miedo de enfrentarme al folio en blanco. La explicación es simple y concisa (qué gran verdad la de la navaja): me encuentro sometido a la tiranía del régimen. Evidentemente, ningún doctor ni endocrino en su sano juicio complementaría una dieta con una buena tortilla de patatas.

La figura y el verano nos limitan el número de tortillas aconsejable a la semana; pero también nos reconforta con diversos placeres que recuperamos con ilusión infantil. Uno de ellos es simple y barato: pasear. En los escaparates y en los bares las tortillas se insinúan pecaminosas y ofrecen sus tiernos placeres a mi paso. Pretendo olvidarme de ellas a base de kilómetros y kilómetros sin rumbo, pero sobre todo sin sentido, soportadas a base de escasas raciones de una buena y diurética piña.



Uno de los habituales paseos de gordo me conducía por las calles madrileñas. Bajo un sol de justicia, demasiado extraño para una incipiente primavera, decidí hacer una visita por el Madrid más cultural y relamido. Desde Neptuno y haciendo caso omiso a sus connotaciones deportivas encaminé con decisión el paseo del Prado. Las opciones a derecha e izquierda eran intrigantes y desalentadoras. A un lado, una mole arquitectónica gris y deshumanizada. Sede de un ministerio cuya visión me llevó a imaginar miles y miles de funcionarios uniformados y aburridos, encadenados a sus sillas mientras taquigrafían oficios sin cesar. Al otro lado de la calle, tras un paseo arbolado, la casa de cultura en mayúsculas, ese museo interminable de pasillos infinitos y paredes llenas con los restos de unos señores de apellido Velázquez, Ribera, los desvaríos de un tal Bosco, nuevas salas para la relamida pintura del siglo XIX español, un tal Goya que dicen que era sordo… 

¿Goya? ¿Madrid? ¿Mayo?... Mi mente empezó a atar cabos… ¡Fuera régimen! De repente mi memoria fue asaltada por el lejano y tumultuoso recuerdo de una tortilla rellena que hizo, hace años, mis delicias. Entré decidido, y sudoroso, en la Cafetería Prado.

Allí estaba en la puerta aquel camarero valiente que con sus brazos extendidos al cielo y la mirada crispada plantó cara a las tropas del infame Napoléon. Detrás de él, el gentío lleno de miedo esperando resignado la descarga de la fusilería que acabaría con sus esperanzas y sueños. Frente a ellos y frente a aquel personaje desafiante, ataviado con esa camisa blanca impoluta que solo los camareros madrileños saben llevar con esa distinción elegante, los soldados del francés blandían orgullosos y crueles sus largos fusiles con la bayoneta calada. Ensimismados y ciegos, empeñados en apuntar directamente al corazón. Ruidos, fogonazos de luz cegadores y el pecho descubierto donde se dibujó en una oscura tarde madrileña toda la valentía infinita de un pueblo.

Su presencia imponente y valiente honra todas las tortillas de mundo. Café cortado, oscuro, madrileño; un vaso de agua fresca; y una tortilla rellena de dignidad humana en forma de ensalada de lechuga, tomate y atún, aliñada con mayonesa, entre dos tortillas doradas y sabrosas a modo de sandwich patrio. Las dificultades técnicas a la hora de abordar una tortilla compleja de varios pisos se llenó de la banda sonora épica: loas y alabanzas al menú del día y discursos zalameros para atraer a los turistas que escapaban, acalorados, de las crueles garras de esa casa de pintura mastodóntica, de esos lienzos de tiranos altaneros, crueles derrotas y brillantes victorias, de penitentes sanguinolentos y mártires sufrientes. 

Descansa, Sordo, en tu florida tumba. Ignora los desastres que bailan desnudos en tu mente. Cierra los ojos y recuestate en el frío mármol arropado por tus genios y tus demonios. 

¡Gloria a la tortilla de patatas! ¡Levantemos nuestros pinchos por los auténticos patriotas!

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