viernes, 18 de abril de 2014

Requiem

Rechazados ya los malditos y entregados a las crueles llamas, llámame con los benditos...

Los finales no se escriben con letras de oro. Ni están protagonizados por héroes y apuestos caballeros de relucientes armaduras. Los finales son de los perdedores y se tiñen de la vergüenza de la derrota. No existen los finales grandiosos, sino los silenciosos y tímidos, que se ocultan ante la mirada inquisidora de los espectadores y los débiles de corazón que dejaron caer en el fracaso a los valientes.

El final puede llegar cuando menos se espera. A veces se recrea en las infinitas agonías llenas de dolor y sufrimiento. Se anuncia con la suficiente antelación para poder presentarse ante la víctima con suficientes credenciales. Se recrea y hunde su dedo infectado en la llaga para aumentar el dolor. En el horizonte, sólo oscuridad absoluta, la nada más inquietante, el olvido eterno. Otras veces el final se aproxima silencioso, de puntillas. De la noche a la mañana, un ligero toque te hace dar la vuelta y cara a cara te encuentras con un ser desconocido que susurra con toda la tranquilidad del mundo un lacónico "hasta aquí". Esta es la bondad misericordiosa del dulce desenlace que permanece desconocido. El final se muestra anónimo y no infunde temor en su víctima. Sólo tiende su brazo solidario y ayuda en el trance último.



Y cuando el final aparece, el baile se congela en un instante. Se transforma en una singularidad cósmica en la que no existe ni espacio ni tiempo. La imagen es un simple recuerdo enmarcado y clavado en lo alto de una pared, ajeno a las miradas inoportunas. El rostro sonrojado desaparece y se apaga lentamente hasta adquirir la consistencia funeraria de la cera blanca, casi transparente. Los ojos pierden esa chispa que se ahoga en un lago gris y profundo. La sonrisa se convierte en una mueca desdentada y los lunares verdes se pierden bajo la atenta mirada del sol corruptor. El clavel se marchita para siempre. Todo queda en un simple recuerdo dispuesto a ser archivado y olvidado.

Es difícil prever el final. Muchas veces, las señales flotan a nuestro alrededor y nos envían mensajes de difícil interpretación. En la mayoría de las ocasiones, nos mostramos ciegos y nos abandonamos al ruido. Dejamos que esos signos se conviertan en un eco ignorado que se pierde poco a poco en la lejanía. Pasado el tiempo, cuando los rumores se convierten en noticias, esas señales vuelven a rondarnos como viejos fantasmas pero, esta vez, plenas de significados. Nos sacudimos estúpidos nuestra cabeza y, por fin, comprendemos que ahora es demasiado tarde. 

Nunca sabremos si es nuestra última vez. Aquella tapa de tortilla se convirtió en la última que sirvió el Schotis. Por lo menos para mi. Ahora las lágrimas corren por mi rostro y me recuerdan, una a una, lo ciego que fui. No llego a comprender cómo no fui capaz de entender el mensaje claro que me lanzaba aquella tortilla de patatas postrera. El destino fue tan cruel que no me permitió disfrutar de aquella última vez, de ese último encuentro. Ahora sólo quedará el vacío absoluto, una cueva sin sentido en medio del páramo. Han desaparecido los camareros de siempre, uniformados con precisión milimétrica con sus chalecos verde - tapete de mus y su gesto siempre amable. 

Quizás, fuimos los últimos "jóvenes" y "jóvenas" que al calor de un buen vino de la casa comimos la última tapa de tortilla de patatas (una de las mejores de la zona) del Schotis.

Hasta siempre, jóvenes y jóvenas amigos.

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