Los artistas, sus mentores y la historiografía en general siempre han asimilado las gamas amarillas en el arte occidental con lo divino; especialmente aquellos matices más dorados. Durante los siglos medievales parte del arte pictórico europeo se componía con radiantes fondos de pan de oro que otorgaban a estas piezas una especial riqueza. Hoy nos ha llegado una fotografía (agradecidísimos estamos a Eva, de León) que no hace más que insistir en esta idea. Una tortilla de dorado intenso que brilla con luz propia, proporcional a la calidad visual de semejante ejemplar coronado por greca polilobulada de tomate rojo intenso, fresco y sano. Un placer para la vista, más divino que humano.
Según la leyenda, el amarillo era el color de los dioses. Por eso fue vetado para los humanos. Sin embargo, hace muchos siglos, durante un periodo de especial sequía que arrasó los cultivos de un misterioso país oriental, un humilde pastor que cuidaba un rebaño de escuálidas vacas moribundas, desesperado, decidió buscar ayuda divina. Conocido por su bondad, los dioses le ordenaron que alimentase a sus animales con hojas de mango y que después recogiese su orina. Cuando hizo esto, comprobó que con el infecto líquido podía obtener un brillante amarillo con el que pintar. La venta al por mayor del preciado pigmento enriqueció al hombre. Sin embargo, su avidez creció y creció sin parar, llegando a vender su secreto a unos codiciosos mercaderes venecianos. Los dioses, enojados por la falta de escrúpulos del antiguo pastor, decidieron castigar a la humanidad sustrayéndole el secreto del asqueroso pigmento. A partir de entonces, la gama del amarillo se debatía entre tonos apagados, pajizos, anaranjados y los poligoneros chillones. Cuenta la leyenda que el amarillo de los dioses sólo aparece muy de vez en cuando, de siglo en siglo y su estancia terrenal es efímera y pasajera…
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