Rechazados ya los malditos y entregados a las crueles llamas, llámame con los benditos...
Los finales no se escriben con letras de oro. Ni están protagonizados por héroes y apuestos caballeros de relucientes armaduras. Los finales son de los perdedores y se tiñen de la vergüenza de la derrota. No existen los finales grandiosos, sino los silenciosos y tímidos, que se ocultan ante la mirada inquisidora de los espectadores y los débiles de corazón que dejaron caer en el fracaso a los valientes.
El final puede llegar cuando menos se espera. A veces se recrea en las infinitas agonías llenas de dolor y sufrimiento. Se anuncia con la suficiente antelación para poder presentarse ante la víctima con suficientes credenciales. Se recrea y hunde su dedo infectado en la llaga para aumentar el dolor. En el horizonte, sólo oscuridad absoluta, la nada más inquietante, el olvido eterno. Otras veces el final se aproxima silencioso, de puntillas. De la noche a la mañana, un ligero toque te hace dar la vuelta y cara a cara te encuentras con un ser desconocido que susurra con toda la tranquilidad del mundo un lacónico "hasta aquí". Esta es la bondad misericordiosa del dulce desenlace que permanece desconocido. El final se muestra anónimo y no infunde temor en su víctima. Sólo tiende su brazo solidario y ayuda en el trance último.