Ni el propio Robert L. Stevenson hubiese podido imaginar en su mente literaria semejante
tesoro. Desde su puesto de observación en lo alto del palo mayor, vislumbró entre la calima las altas palmeras de la dorada playa. “¡Tierra a la vista!”, gritó el vigía con ronca voz. El ajetreo ruidoso se adueñó de la cubierta del barco desde la que se descolgaron los botes para llevar a parte de la tripulación a la isla descubierta. Minutos después, las botas del capitán dejaron su profunda huella en la hasta ahora virgen arena. De su desgastado bolso sacó un ajado trozo de papel amarillento y lo escudriñó con sesudo interés. Caminó hasta la palmera más alta del lugar y desde allí, cuatro pasos hacia el norte, tres saltos hacia el este, una pirueta hacia el sur y dos volteretas al oeste. El aspecto temeroso y viril del capitán acentuaba lo ridículo de aquel extraño ritual. En un punto exacto, con voz portentosa y solemne, dictó la sentencia: “excavad aquí, villanos. Daos prisa, panda de holgazanes”. Dos metros de profundidad, muchas paladas de húmeda tierra e incontables litros de sudor después, las palas chocaron contra un objeto extraño… Allí estaba su tesoro.
Tortilla de patatas (dentro del hojaldre): Carmen Fotografía: AO |